viernes, 25 de noviembre de 2011

El olmo

"A mi abuela, por sus horas de relatos inmortales"

         
      Un rayo convirtió el cielo en una esponja nacarada de color ámbar mientras la luna esquiva intentaba iluminar el camino. Millares de alfileres humedecidos rompían sobre nuestras cabezas.

     Yo, que aquella aciaga noche contaba con nueve años recién cumplidos, iba agarrada a las orejas de Antonio, nuestro burro, intentando no hacer caso de la ropa empapada que me calaba hasta el alma, exhausta tras la larga jornada. Mi padre caminaba delante tratando de descifrar la mejor ruta para que la bestia no se hundiera en el lodazal. Antonio cargaba con los fardos de lana y conmigo, bamboleando torpe por el barro y dejando marcado un sendero de estrechas pezuñas.

    _Padre, ¿falta mucho? _ Pregunté con un hilo de voz.

        Mi padre se paró en seco y fue consciente de que no iba solo como casi siempre. Él estaba acostumbrado a pasar hambre y frío pero su pequeña no y así debía ser. Se acercó a mí y me sonrió. 

   _¿Quiéres ir caminando un rato conmigo?

        Le dije que sí con la cabeza y me abracé a él para que me bajara. Tras una hora sentada sobre Antonio apenas sentía las piernas. Cogió la correa del burro y a mí de la mano, continuando camino.

    _Ya falta poco, pequeña. No pienses en el frío, piensa en que tu madre nos habrá dejado un par de tazones de leche y pan con miel, que te encanta. Antes de acostarse habrá azuzado la hoguera y el salón estará caliente.

      Fueron palabras mágicas para mí. Agarré con más fuerza la mano de mi padre mientras paladeaba ya el sabor de la miel. La lluvia amainó brevemente y las nubes se distanciaron unas de otras dando un poco mas de luz.


    Pasamos por un bosque que yo ya reconocía, lleno de olmos y cedros. Los olores se fundían y las hojas bañadas por agualuna resplandecían. Había un camino de tierra que cruzaba el bosque de palmo a palmo por lo que Antonio andaba más desahogado. Mi padre me dio la correa y sacó la pipa y el tabaco de su zurrón. Siempre me quedaba ensimismada viendo como mi padre metía el tabaco en la boquilla y lo prendía con una cerilla. El humo, mezcla de tabaco y brandy (con el que mi padre lo regaba a escondidas) me embriagaba a pesar de no reconocer los olores.

    Estábamos llegando al final del bosque cuando vimos una luz. Mi padre me paró con la mano y me hizo un gesto para que guardara silencio. Pude sentir su nerviosismo. Miró enrededor por si había otro camino para seguir pero con lo que había llovido parecía más peligroso meterse por el bosque que continuar. Se agachó y me miró a los ojos.

     _Carmen, si no te desvías del sendero llegarás a casa, _ su cara estaba seria como pocas veces la había visto_ Prométeme que si te lo pido cogerás a Antonio y te irás sin mirar atrás.

    _Padre…

    _ Prométemelo Carmen.

     Reflejaba el miedo en sus ojos, pero no por él, si no por mí.

    _Te lo prometo.

      Me abrazó con fuerza y me besó.

    _No te preocupes, todo saldrá bien. Pase lo que pase no digas nada, ¿entendido?

      Afirmé con la cabeza y me agarré a su mano como si fuera una extensión de mí misma. Empezamos a caminar. A los poco metros, al acercarnos a la luz vimos como tres hombres calentaban las manos en una hoguera. Al percatarse de nuestra presencia se levantaron rápidamente, cogiendo uno de ellos un fusil. 

    _¿Quién va? _gritó uno con voz enérgica mientras los otros sacaban sendas navajas.

    _Voy con mi hija, no disparéis.

    _Acércate a nosotros, despacio y con la manos en alto.

        Mi padre me dio la cuerda de Antonio y levantó las manos.

    _Quédate detrás mío_ susurró.

      Nos acercamos a ellos. El que hablaba y sujetaba el fusil, era un hombre de unos cuarenta años, flaco, enjuto y con la mirada más fría que había visto nunca. A su derecha estaba un chaval que no llegaba a la veintena y a su lado, por el parecido físico, el que debía ser su padre o su tío. Los tres estaban desnutridos y con las ropas raídas.

     _¿A dónde os dirigís?

     _A Salas. Venimos de recoger lana y vamos a casa a calentarnos.

      El cabecilla miró al chico joven y con un gesto le ordenó que comprobara si era verdad. El chico vino hacia nosotros y miró lo fardos que llevaba Antonio, revisándolos por dentro.

     _Dice la verdad _dijo.

     _Cualquier precaución es poca en estos tiempos…_señaló el jefe mientras se atusaba el pelo graso_. ¿Cómo os llamáis?

     _Manuel y ella es mi hija, Carmencita.

    _Estos son Matias “el flaco” y su hijo Carlos. A mi me llaman “Matalobos”.

    _Tango gusto_ respondió mi padre, intentando no mostrar el pánico que ese nombre le producía. Eran muchas las historias que circulaban sobre el Matalobos que torturaba, mataba y gozaba haciéndolo. Se había creado un nombre que causaba pavor solo con pronunciarlo.

   _Los nacionales vienen desde Galicia_ prosiguió Matías_. Les habíamos preparado una emboscada en el paso de Grao, pero eran demasiados. Solo nos salvamos nosotros tres.

   _Hace días que no comemos, ¿Tendrás algo que llevarnos a la boca? _preguntó Carlos.

     Mi padre los miró con lástima y dudó un momento, pero acabó sacando del zurrón un trozo de queso y el pan que nos quedaba. Se lo tendió al hombre y este lo repartió con los otros.

    _Gracias, camarada. ¿Os sentáis con nosotros? _dijo Matalobos ofreciendo un sitio frente a la hoguera. 

    _Tenemos que seguir camino, todavía nos queda un trecho y la pequeña está exhausta.

    _Insisto.

      La mirada inquisitiva del hombre no dejó lugar a dudas: no se fiaban de mi padre. El gesto de buena voluntad había servido para darnos algo de margen, pero en los tiempos que corrían un gesto era tanto como nada.

    _Dejad que se vaya ella y yo me quedaré_ dijo mi padre señalándome.

    _La niña se queda. Solo vamos a hablar_ dijo Matalobos.

     Me cogió de la mano y me llevó hasta la hoguera, indicándome que me sentara allí.

     _Siéntate _le ordenó Matalobos con gesto de ofrecimiento.

      Mi padre se agachó y levantó con una mano el pantalón por encima de la bota. Quedó al descubierto e iluminada por el fuego la pierna ortopédica con la que mi padre caminaba. Carlos le miró la pierna con ávido interés mientras degustaba el trocito de queso que le había tocado en suerte.

      _¿Cómo la perdiste? _ preguntó Matias.

      _Trabajando. En Cuba.

      _¿Y porque no estás en el frente?, _continuó_. Estás cojo, pero si puedes llevar una mula puedes coger un fusil. Mi padre meditó la respuesta unos segundos.

     _Tengo cinco hijos y soy su único sustento.

     _¡Yo también tengo hijos y me juego el pellejo por mi patria, cobarde de mierda! _gritó Fermín.

     _Tranquilízate Fermín _atajó Matalobos _ está claro que este hombre hace lo que puede para sobrevivir.

      Matalobos sonrió intentando tranquilizarnos, pero su risa provocaba el efecto contrario.

     _No estás en el frente pero, ¿A que bando apoyas?

     Todos, incluida yo, le miramos. Se habían acabado los rodeos y fuera cual fuera la respuesta mi padre sabía que tendría problemas.

     _Solamente trabajo para mantener a mi familia. No me meto en política.

     _¡Estamos en guerra! _ exclamó _ o estás con nosotros o contra nosotros.

      Fermín comenzó a mirarme sin disimulo, para que mi padre lo viera.

     _Con vosotros_ musitó entre dientes. Matalobos rió. Se levantó de un brinco y le dio una palmada en el hombro a mi padre.

    _Bien, bien. Eres de los nuestros. Entonces no te negarás a lo que te voy a pedir. Todo por la causa, ¿Verdad?

     Se encaminó hacia el burro y dio una palmada en los maltrechos y cansados cuartos traseros de Antonio. Mi padre cerró los ojos, incapaz de asimilar.

     _Nos quedamos con el burro _apostilló, mientras le miraba los dientes_ está viejo, pero podrá cargar heridos o armas.

    _¡No, Antonio es nuestro! _ grité sin pensar, haciendo caso omiso de la advertencia de mi padre que me miraba atónito.

     Los hombres rieron al unísono.

    _Nada es de nadie. Todo es de todos, niña_ dijo Carlos.

    _Está bien, lleváoslo. Pero dejad que nos vayamos ya, por favor.

    _Claro que sí, cubano _ dijo Matalobos. Ahora mismo os vais. Pero antes…tengo una preguntita que hacerte.

     Mi padre no levantó la cabeza del suelo mientras el hombre se acercaba a él.

    _Vamos a la Iglesia de Santa Tecla. ¿Dónde está? Mi padre lo miró horrorizado.

    _No…, no lo sé. Nunca voy a la Iglesia.

     Matalobos acercó el fusil al cuello de mi padre con tanta violencia que le hizo tambalearse sobre su pierna mala.

    _Los hijos de puta acaban con un tiro en la cabeza _ susurró a su oído.

     Yo estaba aterrorizada, intenté levantarme para ir con mi padre pero Carlos me volvió a sentar de un empujón.

    _Eres del pueblo_ prosiguió _ así que sabes exactamente donde está la jodida Iglesia, dímelo.

    _No lo sé, de verdad.

     No hizo falta hablar. Fermín se levantó y cogió a mi padre del brazo, zarandeándolo hacia un olmo cercano. Matalobos me miró, yo estaba envuelta en lágrimas, temblando, incapaz de entender lo que estaba pasando. Antonio era suyo, ¿Por qué querían hacer daño a mi padre?

      _Vete_ me dijo.

      Grité, tan fuerte como pude y corrí a los brazos de mi padre. Me abrazó con tanta fuerza que me costaba respirar, me besó, una y otra vez sin cesar de repetirme: “Sé fuerte, cuida de tu madre”. Carlos me cogió del pelo y me arrastró hacia atrás, dejando a mi padre solo bajo el olmo. La luna reflejaba en su cara la soledad de la muerte inmediata.

     _Última oportunidad cubano_ gritó Matalobos_ ¿Dónde está la Iglesia? La encontraremos de todas formas.

      Mi padre lo miró a los ojos.

     _Si te digo donde está vosotros matareis al cura y quemareis la iglesia, pero yo seré el responsable. Me dais pena, vosotros que decís luchar por ideales y ya no sabéis distinguir lo bueno de lo malo.

    _Sea pues_ dijo Matalobos.

      Yo tiraba con todas mis fuerzas para liberarme, quería volver a abrazar a mi padre, protegerle. Matalobos se puso a diez pies de mi padre y le apuntó al corazón.

    _Prométeme que la dejareis marchar.

    _Nosotros no matamos niños, cubano_ dijo ofendido _para eso ya están los nacionales.

     Mi padre con lágrimas en los ojos me miró, preparado para el final. Mi cara era lo único que necesitaba ver para ir al encuentro de Dios. Matalobos cargó el arma y se dispuso.

     _¿Qué pasa ahí? _gritó una voz a lo lejos.

      Pude sentir como les dio un vuelco el corazón. Carlos me soltó y cogió su navaja del cinto, al igual que Fermín. Matalobos apuntó hacia la oscuridad sin quitarle ojo a mi padre.

     _¿Quién va? _gritó Matalobos_¡habla ó te coso a tiros!

     _Soy un vecino del pueblo_ el hombre salió de la penumbra.

      Era Victoriano, nuestro vecino. Detrás suyo se distinguía el movimiento oscilante de sus dos vacas que lo seguían.

     _¡Pues vete, aquí no se te perdió nada!_ gritó Fermín.

     _Dejadle en paz. Ese hombre nunca le ha hecho mal a nadie.

     _No nos quiere decir donde está la Iglesia de Santa Tecla, así que se va a reunir con sus queridos Santos.

    _A cuatro kilómetros al oeste_ dijo Victoriano sin dudar. Si salís ya, llegareis antes del amanecer.

     Mi padre suspiró. Ya todo daba igual. Matalobos miró con desprecio a mi padre y cargó el fusil a la espalda.

    _Coged el burro y vámonos.

     Por un momento Fermín miró las dos vacas, pero Victoriano, antes de que pronunciara palabra apartó sutilmente la chaqueta mostrando un trabuco, lo que disipó cualquier tipo de duda. Los tres hombres empezaron a recoger los pocos enseres de que disponían. Corrí hacia mi padre. Fermín cogió a Antonio por la cuerda mientras Carlos tiraba la lana al suelo. Antonio, extrañado por el guía desconocido que lo llevaba empezó a rebuznar haciendo eco en la noche. Lloré sin consuelo mientras se lo llevaban. No hubo más palabras, se fueron, perdiéndose en la oscuridad. Victoriano se acercó a nosotros.

    _Ya pasó, de buena te has librado_ apostilló.

     Mi padre fue hasta el lugar donde segundos antes reposaba Antonio y vio que la lana estaba llena de barro, empapada. Victoriano fue hacia las vacas. Cogió una por la estribera y se acercó a nosotros. 

   _Vamos a ponerla aquí_ dijo.

     Entre los dos pusieron el fardo en la vaca. Victoriano me cogió en volandas y me posó encima de la otra. Se disponía a marchar cuando se giró y vio a mi padre sin moverse del sitio donde antes estaba Antonio.

   _Dios aprieta pero no ahoga_ le dijo Victoriano _mi burra va a parir en dos semanas, algo podremos arreglar.

     Mi padre le miró y de su boca salió un atisbo de sonrisa.

   _Gracias Victoriano, por todo.

   _Tú habrías hecho lo mismo por mí.

     Tras un camino de silencio, demasiado cansados para pensar en lo que había pasado llegamos a casa. Cuando salió mi madre a recibirnos mi padre la abrazó, la besó y le dijo un “te quiero” tan sentido que mi madre se imaginó lo peor. No le dio muchas explicaciones en ese momento, le dijo que había algo que tenía que hacer y que no podía esperar.

    _Que Carmencita cene y se meta en la cama. Hoy se ha portado muy bien.

    Esbozó una sonrisa en su cara cuarteada por años de trabajo y sufrimiento y me besó. Mi madre que no entendía nada ni siquiera preguntó a donde iba, conocía demasiado bien a su marido como para hacer otra cosa.

    _Vuelvo enseguida.

                                                         _____ -_____


Mi pequeña Carmen,

te escribo éstas palabras con la mano temblorosa del que sabe le llega su  final. Sueño con imaginarme la mujer que serás cuando leas esto aunque me desgarre el alma saber que no estaré ahí. Le he hecho prometer a tu madre que no te entregaría esta carta hasta que cumplas la mayoría de edad. Quiero narrarte lo que pasó aquella noche, aquella que tú y yo compartimos. Doy por seguro que jamás olvidarás lo que aconteció y me parece justo que sepas como terminó aquella aventura, ahora, que ya tienes edad para comprender.

            Salí de nuestra casa con el peso de la angustia en el estómago. Como no podía ser de otra manera, me dirigí a la Iglesia de Santa Tecla, apurando el paso lo más que mi maltrecha pierna me permitía. El alba dejaba salir un sol que se me antojaba rojo como sangre y  fuego. No sabía muy bien que esperaba encontrarme, tan solo trataba de no pensar y llegar cuanto antes. Un gran trecho después vi en la lejanía una extensa nube de humo, como si brotara del mismísimo infierno. Suspiré, temiéndome lo peor y continué hasta que ví algo que me paralizó como si jamás hubiera tenido vida. Por la pendiente bajaba Antonio  (¿Te acuerdas de lo bueno que era?)  arrastrado por Carlos, mientras Fermín les seguía detrás. Tenía que haberme ocultado o haberlo intentado al menos, pero fui incapaz de reaccionar. Me quedé quieto observando como se acercaban a mí, como un cortejo fúnebre. Antonio transportaba algo que no alcancé a distinguir hasta que pasaron a mi lado. No levantaron la vista del suelo, ni siquiera Antonio, simplemente se limitó a cargar con el cuerpo inerte de Matalobos, muerto de un disparo en la cabeza.
            Cuando se alejaron seguí camino hasta llegar a la Iglesia. Ya estaba casi consumida y apenas era roca quemada y cenizas. Había un gran revuelo, muchos vecinos se habían acercado al ver el fuego y los cubos se amontonaban en el suelo. No habían conseguido salvar nada, ni siquiera un cuadro.
Cual fue mi sorpresa cuando vi a Don Manuel, el cura, chorreando sangre por el brazo, pero vivo. Lo habían sentado en el suelo mientras dos señoronas trataban de hacerle un apaño en la herida. Al acercarme todos se me quedaron mirando, Don Manuel sonrió al ver por fin un poco de esperanza en ese día. Aunque no terminé la carrera de medicina todos me consideraban el médico del pueblo. Tras mirar la herida del párroco pedí que alguien me ayudara a llevar al cura a la casa mas cercana. La herida era grave, pero podía salvarle el brazo.
            Jeremias nos llevó a su casa en el carro del cura, momento en el que aproveché para preguntarle que había pasado. Trataba de que al hablar no se desmayara y porque no decirlo, la curiosidad me podía.
            _Llegaron como salvajes _susurró con un hilo de voz _  aporrearon  la puerta y me gritaron que o les abría o mataban a un chico del pueblo que habían cogido. Pedí a Dios que no fuera verdad, pero al acercarme con precaución a la ventana vi a dos hombres sujetando a un muchacho. Le habían puesto una navaja al cuello y el muchacho parecía aterrado. Sabía lo que querían, pero, ¿Qué podía hacer?
            Ojalá pudiera decirte, Carmencita, que me sorprendió la frialdad de Matalobos y los otros pero por desgracia, no fue así. El parroco tosió e hizo un ademán de dormirse, pero le insté a que continuara.
            _Desatranqué la puerta y eché a correr como alma que lleva el Diablo, pero me dispararon. Gracias a Dios no fue herida de muerte, pero me derrumbé como un saco en el suelo. Apenas consciente oí los cagamentos que profería uno de ellos, uno con la voz gélida como el purgatorio.
_¡Quemadlo todo! _gritó.
_Las llamas empezaron por las cortinas del estrado y de ahí se lo comieron todo. Oí el disparo, que creí acabaría con mi vida, pero no era a mí al que iba dirigido, si no a San Gabriel. ¡Le había disparado al Santo! ¿Se lo puede imaginar?
Asentí, imaginándome la dantesca situación.
_Pero Justicia Divina, con mi último aliento pude ver que la bala había rebotado en el Santo dándole a ese pobre desgraciado. Ya no recuerdo más...
No hizo falta más. Al llegar le hice las curas al párroco y volví con vosotros sin volver a mencionar nunca nada de lo acontecido esa noche.

            Carmencita, sé una mujer de bien y educa a tus hijos para ello. Todo en esta vida tiene su castigo y su recompensa.

Tuyo para siempre, más allá de la vida, más allá de la muerte.



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4 comentarios:

Belén dijo...

Tienes razón, querido... todo lo que pasa en esta vida debería tener una recompensa...

;)

Besicos

Unknown dijo...

Más tarde ó más temprano todo llega... Un besote!

Iñaki dijo...

Como ya te he dicho, consigues estremecer en momentos. Despertar emociones de esa intensidad es el producto de una gran sensibilidad.

Unknown dijo...

Gracias por tus palabras Iñaki, me dan mucho ánimo para seguir escribiendo. un abrazote!